Sección Comentado - Día de la Tradición

Sobre el Día de la tradición y las vueltas de Martín Fierro


En uno de los capítulos de ese clásico de los estudios culturales que es Marxismo y literatura (1977), Raymond Williams se detiene en el análisis del concepto de tradición para explorarlo a la luz de una perspectiva materialista de la cultura. La tradición –nos advierte– suele ser pensada como una supervivencia inerte del pasado. Inerte, dice: esto es, que resiste a la modificación de su estado, que persiste en un modo de existencia sin importar las variaciones que ocurran en el entorno. Así concebida, parecería que la tradición garantiza la perduración de un sustrato cultural común a los miembros de una comunidad pese a las transformaciones de la vida social, y, por tanto, sería una especie de argamasa que cimenta la identidad de una comunidad nacional.  

Sin embargo, señala Williams, no es éste el modo en que una tradición se construye y opera: una tradición es, fundamentalmente, el resultado de una selección de elementos – simbólicos pero también prácticos– a través de la cual se ofrece “una versión del pasado, con el objeto de ratificar el presente y de indicar las direcciones del futuro”. Esa versión se reproduce materialmente a través de múltiples instituciones, algunas especializadas en la tarea de formación de una conciencia nacional – museos, escuelas, textos canónicos– otras que, aportando al mismo fin, se hallan disueltas en la vida cotidiana y sus modos de hacer – comidas, celebraciones, rituales–. La tradición, por tanto, no es una dimensión “inerte” de la cultura, sino que responde a un proceso muy activo: tiene que ver con una fabricación, con un artefacto imaginario diseñado para gestionar el tiempo histórico común, fijando los orígenes, constatando su continuidad en la actualidad y revelando el rostro futuro de una comunidad. Y tiene que ver también con la provisión de los medios materiales –por ejemplo, la institución de una fecha conmemorativa y de unos rituales que le son propios– para asegurar, pese a las contingencias, la reproducción de este artefacto de una generación a otra. No hay, en suma, ninguna inercia en la producción y mantenimiento de lo que llamamos la tradición, sino una enorme energía social invertida de manera continua. 

Pero si es una fabricación, una versión, el interrogante que surge es: ¿por qué ésta y no otra?  En este punto es en el que la tradición debe ser pensada, dice Williams, como una de las vigas maestras sobre las que se sostiene una hegemonía cultural, por lo que la pregunta por la tradición nos remite a la cuestión del poder. Desde allí, la agenda de cuestiones que se abre es otra. Habría que sospechar, por ejemplo, del carácter consensual y uniformizante que la tradición da por supuesto, y preguntarnos por el resto que esa narrativa identitaria deja fuera:  la trama de conflictos, experiencias y memorias cuya reposición interrumpiría el trazado de la comunidad como figura que se pretende plena, homogénea. Hacerle lugar a esa dimensión conflictiva permitiría reconocer que el pasado no es un horizonte de sentidos concluidos sino un horizonte abierto a disputas, surcado de rastros que desacomodan las versiones hegemónicas acerca de lo que somos, pero también marcado por deseos y expectativas que perturban las imágenes anticipadas del futuro. También permitiría la visibilización de otros sujetos que quedaron fuera de la suma que cuenta las partes incluidas en el todo comunitario, o que ingresan bajo su forma “permitida”, controlada, esto es, previa desactivación de sus rasgos polémicos.  

Declarar un día como conmemorativo de la tradición, y además, prescribir el contenido de ese acervo tradicional, condensado en la épica de la pampa y el arquetipo del gaucho, no es otra cosa que una intervención del Estado que, al seleccionar los llamados “textos de la patria”, legitima su autoridad. Pero esta apropiación estatal de una literatura puesta al servicio de la mitología nacional no ha dejado de ser contestada desde la literatura misma, porque la literatura siempre desborda los intentos de estabilización del sentido. Como prueba están las numerosas reescrituras del Martín Fierro que corroen la lectura oficial de la obra de José Hernández, y nos la vuelven a entregar en versiones que la desfiguran y le hacen decir otra cosa. Y si en el siglo XX Borges tomó elementos del poema hernandiano y los reelaboró en los cuentos “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)” y “El fin”, en el siglo XXI no han faltado otras  reapropiaciones: está Las aventuras de la China Iron (2017), de Gabriela Cabezón Cámara, novela en clave feminista y poscolonial narrada desde la perspectiva de la mujer de Fierro; está el cuento “El amor” (2011), de Martín Kohan, que retorna al texto de Hernández para explorar la relación homoerótica entre Cruz y Fierro; está El Martín Fierro ordenado alfabéticamente (2007), experimento al que Pablo Katchadjian somete el poema al pasarlo por un procesador de textos y transcribir sus versos en orden alfabético, desestabilizando completamente su sentido; está, en fin, “El guacho Martín Fierro” (2011), de Oscar Fariña, que, a partir del original, crea un poema sobre pibes marginales y guachos,  en jerga villera y carcelaria. Son otras “vueltas” de Martín Fierro que nos permiten desmontar la idea de lo tradicional como repertorio siempre igual a sí mismo: reelaboraciones desacralizadoras que rescatan a este texto fundador de su instrumentación y lo ponen a resistir la empresa cívico-pedagógica de ciertas políticas culturales que, hasta hoy, insisten en forjar “la tradición argentina” afirmando dispositivos de clasificación y jerarquización de géneros, clases, etnias, indicadores de civilización o barbarie, de nacionalismo o extranjería.

Nota realizada por la Inv. Laura Maccioni